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—Y así comienza el apocalipsis, perdiendo la batalla final contra el implacable enemigo, ignorante de las consecuencias de sus actos. Ignorantes de que la entropía los devorará a ellos también y que sufrirán una eternidad en el infierno por sus actos. Allí los veré y sufriremos juntos el tormento eterno.

 

  El Señor Ovando descansaba en la cámara principal de la capilla, sintiendo una conexión con los últimos resquicios de quienes querían un mundo diferente. Conectado a todos y cada uno de esos herejes sentía su voluntad de vivir acorde a sus errores.

 

Genaro no necesitaba el bastón para caminar. Lo necesitaba para tener los pies en la tierra, para recordarse que, en cierto sentido, era tan vulnerable como aquellos a los que los otros llamaban, con sorna, “Durmientes”. O, quizás, para convencerse a sí mismo que aún era como sus vecinos, quién sabe. Hace tiempo que aprendió a no dar nada por supuesto, que son las circunstancias, y no la edad, las que dan la sabiduría. Bueno, y también le había servido para poner un poco de calma en una discusión entre dos Herméticos. El caso es que, mientras caminaba atravesando el fin de los tiempos… El anciano seguía usando su bastón para caminar, aferrándose al último resquicio de humanidad que sentía que le quedaba.

 

El cielo rojo… “barrunta vacasollá”, solían decir en Las Hurdes. Aquella sería la última vacasollá que vería el mundo. Un paso tras otro y casi parecía que, con cada uno, el presente se deshacía más y más. Cada metro, un pedazo de realidad que caía, quebrada bajo el paso de la desesperación más absoluta. Tal vez, más allá, alguien le estuviera esperando en el Valli´l Josafrán. Tal vez no había tal valle. Era difícil decirlo, estaban desapareciendo muchas cosas.

 La niña se inclinó peligrosamente sobre el estanque extendiendo la mano para tratar de rescatar a la libélula que se estaba ahogando a pocos centímetros de la superficie. El pequeño insecto luchaba desesperado en vano por ascender al cielo, sus alas que parecían rotas impidiendoselo.

 

 

               



Oleadas de oscuridad avanzaban implacables, aniquilando cuanto había sido creado en cualquier momento del tiempo. Era una pesadilla. La Entropía avanzando y borrando de la existencia todo cuanto el brujo podía imaginar, pensar, percibir, idear… Era SU pesadilla. La ausencia total y absoluta de Vida. Algunos podrían acusarle de haber sido en cierto modo un adalid de esa destrucción. Sacrificio tras sacrificio, con la única idea de prolongar su propia existencia. ¿Podía realmente recriminarle algo a la Entropía por hacer lo mismo? Sacrificar toda la existencia para prolongar su propia realidad.

 

Pero lo cierto es que él no consideraba que fuese el mismo caso. No recordaba cuántas vidas había “sacrificado” para ser eterno, efectivamente. Pero no era aniquilación. No arrojaba esas vidas al vacío inclemente. Vivían en su interior. Cada chispa vital extinguida se incorporaba a su patrón. A su existencia. A su Vida.

 

Sentado en el tocón de madera viva, que se amoldaba a su cuerpo, hizo algo poco frecuente. Su cuerpo se retorció, convulsionando brevemente. Una arcada. Nada extraño en un cuerpo vivo. Lo extraño fue el saltamontes que emergió de entre sus labios, saltando a sus pies.

 

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