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Mil. Mil doscientas. Dos mil. Dos mil novecientas.

 

De la boca, desde la garganta. De los oídos, desde el cerebro. De debajo de las uñas. De entre las costillas. De las axilas. De los lacrimales.

 

Despierta. Él no sueña. No soñaba. Él volvía a La Rueda cada noche en un trance próximo al descanso, pero no soñaba. Ni siquiera allí entre muros agujereados por termitas y recorridos por ratas era capaz de soñar. Algo ha cambiado.

 

Desde la ventana la misma imagen de siempre: la telaraña infinita que une a los vivos con los vivos, y a los vivos con los muertos.

 

 

Bajo sus pies, incluso cubiertos por zapatos, a tres pisos del altura del suelo, forrado de hormigón, recorrido por innumerables criaturas entre las cuales los seres humanos no eran sino una minoría, podía sentir el latir de la vida. Sus lujosas ropas decoraban el suelo de su santuario, según las había ido dejando caer. A su alrededor, las paredes de la única habitación que ocupaba toda la planta, mostraban diversos objetos. La cornamenta de un ciervo enorme, con el cráneo incluido. Varios atrapasueños oscilando frente a las ventanas que daban al exterior. Un cuchillo de obsidiana, expuesto en una vitrina, aún tintado por manchas más oscuras que la propia hoja. Grabados con marcas en ogham, traídos desde alguna tierra lejana, esculpidos en algún tiempo remoto.

 

En el centro de la estancia, presidiendo el lugar, su árbol de la vida. Buena parte del tronco y toda la copa, se abrían paso desde el piso inferior, impregnando el lugar de una fragancia especial, propia, única. Su propio patrón estaba entrelazado con el del árbol. Pequeñas criaturas correteaban por las ramas, en la penumbra nocturna que no conseguía despejar del todo un solitario rayo de luna, cruzando la claraboya del techo. Aquellas pequeñas criaturas no conocían otro mundo. Habían nacido, crecido y se habían reproducido en las ramas de aquel árbol, alimentadas por la savia del mismo, y por la sangre de la Víbora.

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