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Todo ha cambiado. El clima ha vuelto a ser el que era en Lut Gholein. La vegetación muere bajo el achicharrante calor del desierto y todo comienza a volver a su cauce. El emisario del Califa dio su visto bueno para que Jean Iäiatos liderara la ciudad. No se veían en estas tierras muchas mujeres en una posición de poder, pero Lut Gholein tenía nueva ama.


La gente conocía lo que los héroes habían hecho por sus tierras y después de un día de celebración todos desaparecieron. De forma fugaz, no quedó rastro alguno de ellos. Las buenas gentes de Lut Gholein querían brindar más aún su agradecimiento y hospitalidad, pero la realidad es que no se quedaron mucho más.


Jerhyn había sido endemoniado hace mucho tiempo, y una serie de monstruos infernales habían pasado por la ciudad. El Vagabundo, que ya era más Diablo que Aidan, había conseguido liberar a Baal. Lucharon contra Tyrael pero el arcángel, no estuvo a la altura del poder desatado de ambos hermanos.


En el camino, Duriel, el castigado demonio menor, pereció bajo el metal de los héroes, consiguiendo así la segunda piedra del alma. Sylenna podía sentir la carga de los dos seres con ella, pero estoica, llevaría esa responsabilidad consigo misma para continuar con su cometido.

En medio de la oscuridad del Cañón de los Magos, el Vagabundo atraviesa el desierto atravesando su espada. Su pequeño acompañante le sigue temeroso sin saber lo que se avecina. Lo que antes era Aidan, hijo del Rey Leoric, camina hacia una de las siete tumbas de Tal Rasha. Según entran en el interior de la cavernosa tumba, construida como una antigua pirámide inspirada en las viejas Salas de la Muerte, el viento se mueve y el rastro queda oculto. Es como si nadie hubiera pasado por allí nunca.



“No eres nadie. El eterno segundón de otros”

 

 

Del medio de la arena, un gran ser surge de las entrañas de la tierra. Tamaño gigantesco, tiene varias patas en todos sus cuartos traseros, casi arrastrándose como un insecto. La coraza natural que recubre cada parte de su cuerpo rezuma un líquido viscoso y asqueroso semitransparente, que su simple olor recuerda quizás a los venenos más poderosos de la tierra. Dos grandes brazos acabados en cuchillas y una cabeza alargada con múltiples ojos y unas fauces terribles. No queda duda de quién es y de que procede del mismo infierno.

En el atardecer de la ciudad, los últimos niños aprovechan los últimos rallos de Sol para terminar de jugar. Algunas madres ya comienzan a recoger los enseres de los alrededores de su casa y los cabeza de familia comienzan a volver después de una dura jornada de trabajo. Se acerca la noche y con ella un frío que haría agitarse hasta a los muertos.

 

El clima ha cambiado mucho en los últimos días. Llueve, algunas plantas verdes crecen donde antes no podían. Esto afecta a casas, crea derrumbes, riadas donde nunca debieron existir. Los ciudadanos están intranquilos, pero intentan continuar de forma normal con sus vidas. Saben que deben resguardarse bien de la noche, pues el viento trae unas temperaturas que hace que se origine escarcha en la superficie de los edificios. Cualquier habitante del desierto si no lo viera con sus ojos no lo podría creer.

 

Pero en palacio, a pesar de la hora, la reunión continúa. Muchos nobles se encuentran en la sala del trono agitados, pidiendo explicaciones. El gran Archimago Heródoto pide a los buenos señores de Lut Gholein silencio. Heródoto está especializado en las artes arcanas, es el actual guardián del Santuario Arcano y superviviente a las catacumbas bajo la Catedral de Tristán, capital de Khanduras. Él fue quien bajó a enfrentarse a Diablo con Aidan y Cuervo Sangriento. Junto a él su pupila Nyahildia espera la voz de su maestro. Heródoto es claro y directo: desconoce la causa del cambio del clima pero ya lo está investigando junto a su fiel estudiante. Promulga que las buenas gentes de Aranoch no tienen por qué temer, que han perdurado a través de los siglos en las condiciones más extremas y que así seguirá siendo.

El Sol no calentaba tanto como en las pasadas jornadas. La pequeña pelirroja de origen tribal del norte intentaba otear el horizonte desde lo más alto de la duna. Por un momento sus ojos se fijaron en un punto del horizonte e intentó volver a otear en el rastro del suelo.
- ¡Padre! – gritó hacia atrás. – La tormenta de arena ha borrado el rastro, solo nos queda viajar hacia el este como dijo el viejo.

 

De detrás de ella surgen a paso más lento dos hombres enormes, vestidos con atuendos tribales similares a los de ella. Uno parece más mayor que el otro, se le ve con el rostro algo pálido. El que es más joven de los dos hombres le dice a la pequeña:
- Sonya, no berrees tanto. Que no te engañe la tranquilidad del desierto – Se pone al lado de la joven y le pasa la mano encima de la cabeza por el pelo, en señal de afecto. La pequeña solo sonríe mordiéndose la lengua, aceptando su error.

 

El más mayor de los dos cuando llega a su altura comienza a hablar:
- Llevamos dos días sin ver a la caravana. Podéis dejarme y continuaré yo solo, nos veremos en la ciudad del desierto – el gran Ceohal parece afectado. Su voz no suena como siempre y su semblante pálido no acompaña.
- ¡Qué dices viejo! No me imagino un camino sin tus historias. No debe quedar mucho según dijo Caín. No habrá ya rastro por la tormenta de arena pero sabemos hacia dónde dirigirnos – dice Ordkrum de forma decidida y animada, mientras sonríe a la pequeña Sonya, la cual ya le está intentando morder la mano para jugar.

La caravana marchó hace tiempo ya hacia el este. Dejaba atrás el monasterio de la Hermandad del Ojo Ciego en plena reconstrucción. Apenas quedaban hermanas para levantar y defender el lugar, mientras Laianna no dejaba de pensar en que se dirigía hacia una muerte segura por una causa justa.

 

Marchaba entre los demás con apenas dos carros. El Sol del desierto de Aranoch no tenía piedad con nadie que se expusiera a sus rayos y el calor era casi insoportable. La moral de la caravana comenzaba a bajar. Muchos de los que comenzaron este viaje con la motivación de acompañar a todos los que dieron muerte a Andariel ya no están. No han vuelto de las expediciones buscando recursos, han muerto por la insolación y la fiebre o simplemente se han rendido. Han sido grandes los sacrificios para llegar hasta aquí y pensar que solo uno de los siete ha caído, es desalentador.

 

Pero Laianna ha sufrido mucho para rendirse ahora. Contempla como la cruzada no duda en ninguno de los pasos al frente y los dos viejos la acompañan, cargando sus pesadas armaduras a la espalda, intentando que sus pies no se hundan demasiado en la arena. Los dos cazadores de demonios vigilan el perímetro mientras el médico brujo atiende en uno de los carros a todos los que están cayendo presa del calor. En el otro carro, el viejo erudito y su aprendiz, repasan lecciones con el mago, mientras intentan mantener a la bebé calmada. El nigromante, sabio y calmado, camina en silencio por su luto sin tan siquiera mirar a la gente a la cara. Los druidas están totalmente fuera de su entorno, pero tanto el cuervo como el oso, cierran la retaguardia no dejando que ninguna alimaña se acerque. Los demás refuerzan la seguridad e intentan marchar sin caer exhaustos.

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