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Somos consecuencia de nuestros propios actos.

 

Ahora todos estamos malditos. Condenados a la probabilidad de tener que vivir en cuerpos humanos con una posibilidad de que la crisálida se abra o no. Nos perderemos mucho y tendremos que vivir intensamente los pocos momentos de lucidez de nuestro ser.

 

Una soberana se retira al descanso de los 1000 años y otra es castigada para poder salvar a su pueblo con 1500, mientras ve imponente a su amiga dormir durante milenios. Tú eras la verdadera reina que necesitaba Roma y ahora están perdidos. Deedlith lo fue en el pasado y lo será en el futuro. Juntas sois un equipo imbatible.

 

 

Una barca surca un gran lago. Está ajada del paso del tiempo, muy deteriorada. Los crujidos de la madera son comunes en ella a cada vaivén del agua contra su endeble casco. Un hombre muy alto y encorvado hacia adelante, vestido con una ajada túnica, navega en la barca con los signos de la ancianidad muy presentes en todo su cuerpo.

 

De larga barba y manos huesudas empuja una y otra vez surcando el lago con un gran palo que le ayuda a navegar. Su voz suena decrépita, anciana y parece que habla solo o al aire. Sin embargo, si cualquier descuidado ser se acercara a su barca vería dos cuerpos, envueltos en telas mortuorias con los signos de los rituales de Proserpina, manchados de sangre por algún tipo de sacrificio. Ambos cuerpos llevan la boca abierta y una gran moneda que apenas les cabe entre los dientes, al parecer forzada hasta romper ligamento, hueso y diente.

- Pesadillas… El infortunio de la oscuridad. La incertidumbre del más allá. – Divaga el hombre mayor en un ademán de buscar conversación. - El miedo a lo desconocido. Aquí no hay color. Solo sombras caprichosas que escudriñan los rincones más profundos de tu ser para intentar darte caza en un descuido. Tus vicios, tus debilidades y lo que te hace vulnerable contra otros es, de forma inapropiada tu mejor arma.

En una taberna de mala muerte de los bajos del Aventino, un viejo intenta regentar su negocio. Las peleas son frecuentes y los postillones y destrozos en muebles y madera son muy comunes, lo que le da al lugar, ese toque de humilde y artesanalmente remendado.

 

El horondo Boggan contempla los daños en esta mañana mientras se frota su enorme nariz. Desde su baja estatura observa con el ceño fruncido a los clientes de esta mañana. “¡Bah! Ellos no tienen la culpa” piensa para sí mismo y comienza a mascar palabras inteligibles para los demás mientras va a por sus herramientas. Sin apenas pelo en la cabeza y vestido siempre de forma humilde con un enorme delantal manchado de grasa, es a veces objeto de chanzas de sus clientes, pero esta mañana se ve su mal genio desde muy lejos. Ni tan siquiera los parroquianos se atreven a preguntarle o chincharle.

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