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Cecilia respiró hondo dos tres y cuatro veces mientras la adrenalina estallaba en sus venas. Cogió impulso a la carrera para saltar el maldito agujero. Debajo de este solo se veía oscuridad, telarañas y suciedad. La parentela se estiró todo lo que pudo para alcanzar el otro lado viendo cómo por poco caía al otro lado sobre las tablas de madera pero por desgracia estas crujieron y se rompieron debajo de ella. La parentela dio un chillido y trato de agarrarse al borde antes de caer a la oscuridad y darse contra los sacos y el heno que había puesto debajo. El impacto fue duro y  se quedó sin respiración por el golpe mientras todos sus músculos y huesos se quejaban de dolor. Sintió ganas de llorar pero la parentela se contuvo. Había sufrido palizas peores y conocía perfectamente la sensación cuando un hueso se rompía y esta vez no había sido así. Por un golpe así no merecía la pena derramar lágrimas. Además los hijos de la camada no lloraban y ahora ella era camada. No pensaba avergonzar a su familia y así misma haciéndolo. Se levantó y se sacudió el polvo de encima  dirigiéndose de nuevo a la cuerda que pendía del piso superior. Tenía las manos ya peladas de escalar por la cuerda y había manchas secas de su sangre en ella pero no le importo. Respiró hondo y volvió a hacerlo.

  

Arriba el agujero era ahora más grande que antes, volvió a intentarlo, volvió a coger carrerilla para tratar de saltar aquel obstáculo imposible solo para volver a caer una vez más. Y dos...y tres….el cansancio de sus músculos reclamaba que parase. Que lo dejase para la próxima vez. Que se rindiese.

El paquete había llegado temprano. No había una carta propiamente dicha, aunque habría sido innecesaria, en cualquier caso. Tan sólo un colgante de cuero trenzado, cuyo adorno consistía en un pequeño óvalo de cristal. En su interior, un simple cabello. Junto con el amuleto, una tarjeta publicitaria, de un local de Cáceres. Parecía algún tipo de club de caballeros, o algo similar. El logo mostraba una pipa de fumar, y unas volutas de humo ascendiendo. No había mucho más. Un club de fumadores, alguna vez lo había visto, estaba seguro, al pasar en el coche con los cristales tintados, de camino a algún otro lugar. Junto con ambos objetos, un aroma que hacía totalmente superfluo hacer cábalas sobre el remitente. Ella quería verle.

 

Tras analizar con cuidado y calma el colgante, y asegurándose de que aquello era lo que creía, no pudo evitar silbar por lo bajo para sí mismo. El poder y el renombre necesarios para disponer de fetiches así, era perturbador. La Piel de Mono, lo llamaban. Al colocarlo alrededor del cuello, nadie percibiría, ni siquiera a un nivel inconsciente, la Rabia que se agitaba en el interior del Garou que lo portase. Vitaly sentía escalofríos al pensar en el chiminaje que habría sido necesario para crearlo.

Duggan miraba decaído el anillo de su mano, ese anillo que le había regalado a Marcela. Lo miró con odio, odio a sí mismo, por la despreciable persona que era.

 

Había hecho daño a la persona que más quería. Alzó la vista y contempló la luna. Esa luna brillante, que guiaba su mirada a la oscuridad.

 

Echó a correr, no podía aguantarse. Corrió hasta cansarse, gritando, llorando, odiándose a sí mismo, hasta llegar a su casa. Abrió la puerta y entró. Todo estaba en calma, perfectamente colocado. Pasó al salón y allí, para recordarle su desgracia, la chaqueta que se dejó ella la vez anterior. Esa preciosa chaqueta, que le daba ese porte elegante que tanto le gustaba.

 

Empezó a llenarse de rabia. Todos habían perdido mucho, pero a él le dolía aún. Las lágrimas afloraban de sus ojos y cuando fue a limpiarlas, notó el dolor en su rostro. No solo el llanto, sino la marca del castigo de Vitaly. Se fue al espejo del baño y vio su cara surcada por esa brecha amoratada que tanto le dolía.

Era ya tarde. Todos los turnos en las oficinas habían terminado. Un pequeño y flaco oficinista se dirige hacia el despacho de su jefe.

- Buenos días, señor Durán. ¿Me hizo llamar?

 

El enjuto hombre entró en el lujoso despacho de su jefe. Decenas de títulos adornaban las paredes y ante él, en una mesa de la más fina caoba, estaba sentado un hombre rubio y de profundos ojos azules. El subordinado se sintió inquieto ante su mirada.

- Sí, Nicolás. Adelante.

 

Aunque el tono del empresario parecía tranquilo, el hombre se estremeció. Se sentía perseguido, acorralado por el siempre tranquilo y serio Mateo, su jefe.

- ¿Qu… qué ocurre, jefe? – no pudo evitar tartamudear - ¿ha ocurrido algo que afecte a la contabilidad? Me pondré de inmediato a lo que sea. 

Paró el coche en el mirador de la Montaña, admirando las luces de su ciudad. Su tocayo Anselmo atronaba en los altavoces, pero extrañamente eso le daba paz. Desde su Primer Cambio, las cosas se habían complicado un poco. La Rabia le bullía por la piel, a él, que siempre había sido un tipo tranquilo poco dado a la violencia. Ahora sólo sentía las ganas de morder a alguien, de correr libre, de ganarse el respeto de los otros Garou.

 

Inspirando hondo, salió al aire de la noche. Sentado en el capó de su coche, encendió un cigarrillo y rememoró todo. El fin de semana había sido intenso.

 

Su llegada al orfanato, casi veinte años después de abandonarlo. Su miedo por su hermana, desaparecida sin decir nada. Su paranoia por si algún humano descubría el secreto de los hombres lobo…

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