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Epílogo: Genaro

 

Genaro no necesitaba el bastón para caminar. Lo necesitaba para tener los pies en la tierra, para recordarse que, en cierto sentido, era tan vulnerable como aquellos a los que los otros llamaban, con sorna, “Durmientes”. O, quizás, para convencerse a sí mismo que aún era como sus vecinos, quién sabe. Hace tiempo que aprendió a no dar nada por supuesto, que son las circunstancias, y no la edad, las que dan la sabiduría. Bueno, y también le había servido para poner un poco de calma en una discusión entre dos Herméticos. El caso es que, mientras caminaba atravesando el fin de los tiempos… El anciano seguía usando su bastón para caminar, aferrándose al último resquicio de humanidad que sentía que le quedaba.

 

El cielo rojo… “barrunta vacasollá”, solían decir en Las Hurdes. Aquella sería la última vacasollá que vería el mundo. Un paso tras otro y casi parecía que, con cada uno, el presente se deshacía más y más. Cada metro, un pedazo de realidad que caía, quebrada bajo el paso de la desesperación más absoluta. Tal vez, más allá, alguien le estuviera esperando en el Valli´l Josafrán. Tal vez no había tal valle. Era difícil decirlo, estaban desapareciendo muchas cosas.

 

Pensó en ver a su nieto por última vez, pero, de alguna manera, sentía que debía atesorar ese resquicio. Esas últimas horas que pasaron juntos como abuelo y nieto, compartiendo recuerdos, caramelos y anécdotas. No. En su corazón sabía que, si existía algún lugar seguro en este mundo, era aquella comarca de su corazón. Una lágrima escapó, surcando las arrugas de su rostro, mientras se despedía de sus verdes valles y sus sinuosos meandros. Un adiós a cada vecino, una disculpa por no haber podido detener el apocalipsis.

 

Se alegraba, al menos, de haber podido compartirlo con personas que merecían la pena.

 

Sus pies casi se movieron de un lado a otro, en un bamboleo típico del picau, al recordar como bailaron él y Airón al ritmo de las palmas de los todopoderosos magos, cantando la jota de las aceituneras.

 

Casi pudo sentir el pelaje del Lobo de Santiago cuando Eloy lo abrazó. Casi podía oler el fuerte aroma etílico de la queimada.

 

Casi podía sentir las manos de Serafina sobre las suyas propias. Podía oír la promesa que le hizo quebrándose en mil pedazos según caminaba. Esperaba de todo corazón que hubiera algo más allá esperándola.

 

Casi podía sentir el abrazo de Libelle y la empatía infinita que le mostró convenciendo al resto para llamar a Alfonso. Su historia no se le fue de la cabeza en ningún momento. Sólo esperaba que, al igual que él, ella hubiera encontrado algún solaz en aquella capilla antes de caer en batalla

.

Contuvo una risa al pensar en el bachiller Fargas y su brazo de mono. Seguro que supo perdonarle, se le veía un hombre con buen humor.

 

A pesar de que no había hablado con él… Guardaba cierta simpatía con don Alcántara. Veía en sus ojos el brillo de la pasión y había demostrado ser un arcanista terriblemente hábil y aplicado. Desde luego, totalmente opuesto a él. Y aún así, se interesó por su pobre magia de Las Hurdes y las tradiciones antiguas. Lo había visto morir en batalla.

 

Incluso Víbora… Ese bastardo de lengua viperina, palabras suaves y venenos dulces, terminó provocándole cierta simpatía. Se sentía cercano a él en una manera que le repugnaba y le confortaba a partes iguales. ¿Cómo alguien tan insidioso, subrepticio y taimado podía hacer tanto bien a un grupo de personas? No le perdonaba cómo había manipulado a Airón, claro, pero tampoco olvidaría cómo la animó a bailar.

 

“No vas a morir ahora, Genaro. Te condeno a caminar.”

 

Y caminó. Caminó hasta el fin del mundo, literal y simbólicamente. Caminó con el sombrero de Eloy en su mano, que había recuperado de las ruinas… Y lamentó que aquella joven tampoco hubiera sobrevivido.

 

Con su bastón, recorrió las leguas que le separaban de la catedral de Santiago de Compostela, ahora una ruina ajada y descolorida, y lo depositó allí. Lo miró un largo rato, y prosiguió.

 

Cuando llegó al cabo Finisterre, el fin de la tierra, se detuvo. No era Las Hurdes, no era la tierra de su corazón, pero debía reconocer que era bello. La vacasollá había desaparecido y sólo había negrura. Apoyado en su bastón, contempló lo que quedaba del horizonte y, como cualquier anciano, rememoró su vida. Una sonrisa se dibujó en su rostro al pensar en su mujer, pero no podía negarlo: Se había sentido traicionado cuando descubrió la verdad. No podía culparla, claro, pero, en cierto modo, había amado a una mentira.

 

Siempre le fascinó la historia del judío errante. Ahásvero, Juan de Espera en Dios, Samar, Cartáfilo… Alguien condenado a vagar por la tierra hasta el fin de los tiempos “El hijo de Dios se va, pero tú te quedarás hasta que vuelva”. Siempre pensó que, tal vez, Eloy cumpliría ese papel. Pero debe ser que Dios se levantó gracioso ese día.

 

Mientras pensaba, su mano se deslizó hasta la esquila de ánimas que aún llevaba. Le dijeron que nadie le oiría al otro lado, que no quedaban ánimas que conducir. Bueno, esa sería su opinión. Con movimientos parsimoniosos, comenzó a agitarla rítmicamente. Algo debía hacer hasta que llegara el fin del mundo.

 

“Rebullirvu´mih´amigah,

Y sentaivuh a la vera.

Al punto vendrán las ánimah,

Ya mus pegan a la puerta,

A pidirmus la limosna,

De sacarla d´esta pena.

Unas mancan de loh brazuh, sotras de brazuh y piernah;

Unas mancan de los ojuh, sotrah d´ojoh y d´orehah.

Otra por ser maldiçientih, sotras de mala concencia.

Pahí s´asoma Caín, envuelto en llamas tremendas,

“Emmanuelle, hermano Abel, me perdonen mis ofensas,

Rueguen a Dios que me quiten estas penosas cadenas”

 

 

Aquella canción era la única magia que aquel viejo podía ofrecer para aliviar el sufrimiento de los caídos, aunque nadie la escuchara.

 

 

Relato realizado por: Jose Cthulhu

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