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Aunque pega el Sol ya empieza a hacer frío – pensó Huellas de Plata mientras caminaba tranquilamente por aquella ruta que tan bien conocía.

 

Habían pasado unos días, ¿o quizá eran semanas?, desde la batalla en el Salugral, donde por primera vez se habían reunido tantos miembros de El Pueblo y habían prevalecido ante la prole de Madre.

 

 

 

Fabian, El Guardian de la Calma, se encontraba en la azotea del restaurante, mirando al bosque con una cerveza en la mano, pensativo. Su padre y su abuelo le habían contado muchas historias sobre la Nación Garou, pero nunca dieron la sensación de pertenecer a un grupo. Lobo Gris presumía de su fuerza como Ahroun y de sus hazañas, pero no contaba nada sobre sus compañeros; y su padre solo repetía lo que contaba su abuelo. 

 

El Pueblo, como se hacen llamar ahora este contubernio de Garous y Parentelas, esta dando sus primeros pasos hacia lo que puede ser algo mas grande, pero la mayoría va perdido, sin rumbo, con suerte en pequeños grupos, pero muchos por su cuenta. Algunos ya empiezan a usar el Guardian de la Calma como punto de reunión o refugio, esta dando mas uso a las habitaciones de invitados este mes que en todo el tiempo anterior desde que adquirió el sitio.

 

 

 

Un icor negro y viscoso descendía por la garganta de un exhausto Samuel tras su Primer Cambio.  Yacía boca abajo en el suelo cubierto de icor de la colmena, desnudo y magullado tras enfrentarse a varios engendros poseído por la Rabia. De fondo podía oír a sus compañeros Parentela gritar, aunque apenas era capaz de distinguir que decían.

- ¡Pumuki se está ahogando! – gritó Patricia aún maniatada

- ¡Que alguien ayude a Samuel mientras…! – El Guardián de la Calma, siempre atento y dispuesto a ayudar.

- ¡Rápido… vienen más! – Julio agarró a Samuel y le giró para que dejase de estar boca abajo en el icor que le asfixiaba.

- Aun respira… ¡está bien! – Hugo ayudaba a Julio, acercando a Samuel al resto de Parentelas.

 

 

 

Las noches de calor y las de ligera frescura estaban dando paso a noches más frías, esas noches en las que el relente lo cala todo, el suelo amanece mojado y las platas rubiertas de rocío, esas noches en las que el vaho sale de las bocas de cualquier ser vivo con un mínimo de calor corporal.

 

Valeria se veía obligada a arrebujarse en las mantas de las que disponía mientras disfrutaba de su parca cena, a penas algo de fruta y un poco de queso, ya que la carne que había cazado no la podía cocinar, no hasta que saliera el sol. Sentada frente a su precario campamento observó el lugar en el que debería haber una hoguera, un buen fuego que calentara sus huesos y su alma por igual, un hogar en el que cocinar y junto al que dormir, como había hecho cada noche desde hacía ya dos años. Pero allí no crepitaba ningún fuego ni iba a suceder nada parecido, aquella noche sólo habría oscuridad.

 

 

No te das cuenta de que algo va mal dentro de ti hasta que la vida te da un bofetón de realidad.

 

En mi caso, fue algo tan simple como una reacción desmedida a un pequeño accidente... uno de mis compañeros tropezó y derramó las gachas que había en el fuego.

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