Román se dejó caer, derrotado, sobre el sofá. Tenía la mirada perdida, los ojos hinchados por el llanto y las manos destrozadas por descargar su rabia contra cualquier superficie dura que pudiera aguantarla. El dolor de las heridas de la batalla se había ido ensordeciendo con el paso de los días, y sólo quedaba un molesto picor (nada glorioso, si le preguntares a él) allí donde la curación natural hacia efecto. La puta plata de aquellos comandos picaba de verdad.
El piso que había compartido con Tio Gunnar y Lobo Gris se le antojaba claustrofóbico y oscuro. Ya no era ese refugio descuidado y viejo, pero cálido y recogido; era más una cripta en la que esperaba pacientemente a que Madre y Pharmatecnic vinieran a por él en su sueño y lo ejecutaran como a un perro. Lo que más atenazaba sus entrañas es lo poco que le importaba.