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El duro despertar del veterano

Los gritos le despertaron. Eran gritos de mujer, un chillido que se le clavaba como un puñal en los tímpanos. Se levantó de golpe y su mano saltó como un resorte hacia la mesilla de noche donde descansaba una Beretta. La cogió y rodó hacia un lado cubriéndose con la cama y apuntando a la puerta, un acto reflejo implantado hace años en su mente. Moverse, cubrirse y apuntar.

 

Un dolor punzante le recorrió todo el cuerpo por los bruscos movimientos que había realizado, pero siguió apuntando a la puerta aun sin saber muy bien donde estaba. Su mente se centraba en la puerta, en lo que pudiera entrar por ella… y en los gritos de la mujer de la habitación de al lado. Así paso un minuto entero hasta que su mente se fue despejando y la espesa niebla que envolvía sus pensamientos se fue disipando poco a poco, solo entonces se centró en la habitación. Era una habitación típica de hotel barato con muebles viejos y desgastados. Recorrió la habitación con la mirada aun sujetando la pistola, atento a cada rincón, a cada sombra, a cada sonido.

Solo cuando se cercionó de que no había nadie más con él, se centró en los chillidos de la mujer. Eran insistentes y con un ritmo constante. De fondo se oían unos furiosos resoplidos de un hombre… Alguien se lo estaba pasando bien en la habitación de al lado.

 

Se sentó en la cama aún tenso. ¿Dónde cojones estaba...?

 

Recorrió nuevamente la habitación con la mirada. Las sábanas amarillentas y viejas de una cama con un colchón chirriante, el suelo enmoquetado lleno de quemaduras de cigarrillos, un espejo sucio, un armario empotrado sin puerta, una tele vieja, una ventana y dos puertas, la del baño y la de entrada. El paraíso vacacional de un yonqui.

 

Se levantó y fue hacia el baño, abrió la puerta de un empujón y apuntó adentro. Era un baño al que una buena limpieza no le vendría nada mal. Un váter sin tapa, plato de ducha sin cortina, un lavabo, un mueble con espejo y un pequeño ventanuco. El olor a orina era pegajoso e intenso.

 

Se acercó al lavabo y abrió el grifo para lavarse la cara. Lo hizo con una sola mano, la otra aún sostenía el arma con fuerza. Al levantar la cara vio su reflejo en el sucio espejo. Se sorprendió al ver su propia imagen. Estaba pálido, demasiado pálido, con unas prominentes ojeras negras, una descuidada barba de varias semanas que cubría su rostro pero mantenía su cabeza rapada… Se vio demacrado, muy demacrado.

 

- ¿Qué cojones ha pasado? – se preguntó a sí mismo en voz alta sorprendiéndose del tono ronco de su voz.

 

Abrió la puerta del pequeño armario, más por deshacerse de su reflejo que por curiosidad, y descubrió todo un arsenal de medicamentos dentro, calmantes en su mayoría. Estaban en pequeños botecitos amarillos y en la etiqueta de todos ellos figuraba un nombre, Andrés Ortega, y la frecuencia con la que debía tomar las pastillas.

 

Salió del baño y se dirigió a la mesilla. Abrió los cajones buscando alguna pista pero solo encontró un pequeño libro en el primer cajón. Lo cogió y leyó la portada.

 

- ¿Holy Bible? ¿Qué coño es esto?

 

Su cabeza ya daba vueltas cuando vio la mochila en el suelo del armario. Se arrojó hacia ella como un lobo hambriento y vacío su contenido sobre las sucias sábanas. El contenido se desparramó por toda la cama, rebotando.

 

Su mirada recorrió el contenido rápidamente mientras revolvía la ropa con la punta de la pistola. Había dos pantalones, dos camisetas, una camisa vaquera, ropa interior, cargadores para la Beretta, las llaves de un coche, un pasaporte, una cartera y un fajo de billetes. Cogió el pasaporte y lo abrió. Era español, estaba a nombre de Andrés Ortega, y la foto del pasaporte era la suya. Era su pasaporte, su puto pasaporte.

 

- Joder, Andrés Ortega. Soy el jodido Andrés Ortega.

 

Se dejó caer en el suelo con el pasaporte en una mano y la Beretta en la otra.

 

-Piensa, joder, piensa... ¿dónde coño estoy y cómo cojones he llegado hasta aquí?

 

Cerró los ojos e intentó centrar su mente. Intentó recordar algo más allá de su brusco despertar. Se concentró en su respiración e intento calmarse, tal y como le habían enseñado hace mucho tiempo. Tanto que parecía otra vida.

 

Cuando consiguió serenarse se centró en sus recuerdos. Al principio solo había oscuridad, pero pronto consiguió recordar algo. Recordó explosiones, fuego y tiros por todas partes; recordó el olor del miedo en la gente que le rodeaba pero también la serenidad ante la batalla de sus compañeros, de sus hermanos.

 

Recordó estar agazapado en el fango mientras las sombras se acercaban y cómo se lanzaron al combate, él y sus hermanos, sin temor ni miedo con una fría determinación. Recordó las órdenes guturales de sus enemigos y recordó cómo vio caer a amigos y enemigos. El ardor de la batalla, los gritos de odio, dolor y furia… y entonces le sobrevino el peor de los recuerdos. Recordó el dolor lacerante en su pecho, el fuego que le recorrió las venas, el pie del enemigo en su pecho y un rugido bestial inundado de odio. Recordó su muerte, su caída en la oscuridad, su descenso a los infiernos.

 

Se levantó bruscamente, temblando. Todo era caos en su mente. También había recordado un nombre…

 

Lucius.

 

Recogió la ropa de la cama y se vistió apresuradamente, guardó el resto en la mochila de cualquier manera, fue al baño y arrojó los medicamentos al váter. “No necesitaré esta mierda”.

 

Abrió la cartera y reviso la documentación. Había un DNI y un carnet de la seguridad social, todo a nombre de Andrés Ortega. Al guardar el fajo de billetes se percató de que eran dólares americanos, unos putos dólares americanos.

 

En el armario había unas botas de su número. “Qué casualidad”, pensó. También había una chaqueta vaquera.

 

Guardó la pistola en su cinturón ocultándola con la cazadora, respiró hondo y se dispuso a salir. Tenía un nombre, un nombre de alguien que podría darle respuestas, y él las necesitaba.

 

Abrió la puerta. El intenso sol casi le abrasa las retinas, pero unas oportunas gafas de sol en el bolsillo de la chaqueta solucionaron el problema. Fuera hacía calor, mucho calor.

 

Se dirigió hacia la recepción del motel mirando hacia todas partes, atento, vigilante. Se dio cuenta de que estaba tenso como la cuerda de un piano.

 

Al entrar en recepción se encontró con un tipo tras el mostrador. Era un hombre de mediana edad de aspecto sucio que leía una revista de “Sports Illustated”.

 

—Buenos días – le dijo al personaje.

 

—¿What?

 

—¿Qué?

 

—Ahhh, you're Mexican. Do you speak English?

 

—¿Qué cojones dices? ¿Dónde cojones estoy?

 

—Tough night? You are in California, man. Tú estás en California. – le contesto el tipo, orgulloso de su conocimiento de la lengua de Cervantes.

 

—¿California? Estupendo, esto mejora por momentos… ¿Cómo llego a un aeropuerto? Tengo que volver a España, tengo que encontrar a alguien.

 

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