Menú Principal

Huele a Brummel

 

 

Era un hombre mayor. Esto ya era decir mucho, teniendo en cuenta su ocupación. Era un hombre de mundo. Había visto cosas horripilantes, y sentido el terror en más aspectos de los que podrían detallarse. Su labor consistía en cazar aquello que no debería existir, por el bien de la humanidad. Y siempre olía a Brummel…

 

Le había conocido hacía meses. Un detective privado, que parecía sacado de todos los clichés del género de cine negro. Parecía un fracasado amargado que tan sólo buscaba un lugar en el que morir alcoholizado. Voluminoso, con un gran mostacho adornándole la faz. Podías confundirte y pensar que era un señor entrado en carnes y años. Por suerte para Valbuena, aquella noche estaba allí. 

 

La criatura atacó por sorpresa, saltando desde un callejón, de madrugada. Había un partido de fútbol o algo así, que atraía muchedumbres, y el jaleo era constante, por lo que los gritos, el jaleo… eran algo común aquella noche. Valbuena nunca llegó a saber en qué había metido los morros como para desencadenar algo así, pero lo cierto es que aquella pesadilla con forma humanoide, quería su cabeza.

 

Reaccionó rápido, sus reflejos estaban tensos como la cuerda de un piano, y hacía bien lo suyo. Saltó, rodó, disparó, corrió, volvió a disparar, pero nada detenía a aquella criatura. Su cuerpo tenía un tono grisáceo y cetrino, de algo que debería llevar muerto mucho tiempo, y sin embargo era ágil como el demonio, y mortífero como el infierno. Valbuena se vio arrinconado en otro callejón, entre dos coches, rezando para que no le encontrase acurrucado en el suelo, pero escuchaba a la criatura olisquear el aire. Escuchaba también el húmedo chasquear de una enorme lengua entre los correosos labios plagados de desagradables colmillos.

 

El coche tras el que se ocultaba se alzó en el aire de repente, impulsado por una fuerza descomunal, acompañado de un chillido que helaba la sangre. Las dos últimas balas que le quedaban surcaron el espacio entre ambos, con detonaciones que no llegó a percibir, pues parecía que el tiempo se había detenido. Un fulgor anaranjado le cegó por una milésima de segundo, y pudo apreciar al silueta del monstruo recortada contra las sombras del callejón. A su espalda, desde el otro extremo, llegaba el sonido de unos pasos firmes, resonando en las losas del suelo, y aquel olor a Brummel. 

 

Otras dos detonaciones y nuevas conflagraciones en el torso de la criatura, que ahora chillaba de dolor, su cuerpo impregnado en llamas. Intentó huir, y de su espalda, o quizás de sus brazos, se desplegaron dos alas membranosas, pero su inesperado salvador estaba preparado para ello. Lanzó algo pequeño, del tamaño de una pelota de tenis, mientras se deshacía de la escopeta con la que había disparado. La “pelota” impactó en el monstruo también, con un sonoro “¡plop!”, y el aire se impregnó del olor a ozono que nos llega justo antes de descargar un rayo. Una infinidad de arcos eléctricos recorrieron el cuerpo de aquella monstruosidad y el chisporroteo achicharró sus alas, sus brazos, sus hombros. En cuestión de segundos tan sólo quedaba un montoncito de polvo, o cenizas, en el suelo, y aquel hombre, con una inmensa sonrisa en el rostro, le tendía la mano a Valbuena, para ayudarle a levantarse.

-Fósforo blanco, jeje- sonrió –Lo mejor para estos bastardos hijos de puta. Están muertos antes de darse cuenta… pero claro, no puedes fallar, sólo tienes una oportunidad…

 

Con la mano libre señalaba el cañón de la escopeta, en el suelo, deformado, virtualmente derretido por la potencia de la munición que había utilizado. Eso explicaba la lanza de luz anaranjada que había visto parpadear, y del calor que había sentido segundos antes, y del que sólo ahora era consciente.

 

Durante los meses siguientes, Valbuena y el hombre al que llamaremos Brummel, convivieron y viajaron. El viejo le enseñó su mundo de cazador de monstruos. La mayoría de ellos eran difíciles de detectar, pues se ocultaban entre los seres humanos, formando en apariencia, parte de la sociedad. Algunos tenían sus propias sociedades secretas, otros eran aberraciones solitarias, por fortuna. Unos fingían no ser malignos, otros te manipulaban a ti y a tus sentidos. Todos sin excepción eran perniciosos, aunque Valbuena siempre intentó ver el lado amable de las cosas. Siempre buscando una explicación a que el monstruo fuese como era.

-Esa forma de pensar terminará matándote de manera horrible, muchacho…- solía decirle el veterano cazador.

 

Ya hacía años de aquello, pero Valbuena nunca olvidaría Sevilla. Allí había manadas enteras de lobos. Hombres lobos, para ser exactos. Brummel llevaba meses tras su pista. Había interrumpido su cacería para adiestrarle a él. Había reunido información sobre sus territorios de caza, sus costumbres, sus fortalezas y debilidades. Se movían por todo el valle del Guadalquivir, pero por lógica, simulando ser en parte humanos, operaban cerca de las ciudades, y Sevilla tenía algo que les atraía. Una tarde se habían reunido, sin que supiesen por qué, en un lugar vulnerable, abierto al público. La Plaza de España. Creía recordar que se habían rodado películas allí. Hasta cierto punto le parecía cómico, pues Valbuena se sentía como en una película de terror. A veces siniestra, como Seven, a veces cutre como Abierto hasta el Amanecer, a veces cruda como… bueno, como el mundo de mierda en el que vivían.

 

Brummel había tendido la trampa. Una buena trampa nunca lo parece. Había utilizado de cebo pequeños cachorros de lobo, sacados de una reserva natural cercana. Había obligado a Valbuena a cuidar de ellos durante unas semanas. Eran parte fundamental del plan. Llegado el día, le hizo matarlos a todos. Nueve pequeñas criaturas que no habían tenido la culpa de nada. No habían hecho mal alguno. Habían nacido ya en cautividad. No eran un peligro. Pero eran un medio. Un cebo. La mayor debilidad de los hombres lobo, decía Brummel, era la ira. Se volvían descuidados y les embargaba una sensación de invulnerabilidad, que terminaba siendo fatal para ellos. Luego llegaría la hora de la plata.

 

Pese a su crueldad, era un maestro en lo suyo. Hizo que descubrieran los pequeños cadáveres de lobo jugando con sus sentidos del olfato. Escuchó a tan sólo unos metros de distancia sus gruñidos de ira y sus lamentos apenados. Comprobó que no podían detectarle. Esperó. Montó su rifle, pidiéndole a Valbuena con gestos secos, las partes del mismo, mientras no paraba de adoctrinarle, explicarle, enseñarle. Y efectivamente, llegó la hora de la plata. El disparo coincidió con el primer petardazo de unos fuegos artificiales cercanos. Nadie escuchó el estruendo del arma. Salvo un tipo. Podía pasar por un pobre tipo ajeno a todo, que no hacía daño a nadie. Su peor pecado podía ser no arreglarse la barba, o fumar marihuana. Pero su expresión se congeló, en el tiempo y en la grabación que hacía Valbuena, al recibir el impacto de la plata en su pecho. Inició la transformación incluso. Sus colmillos crecieron, junto con el pelo que cubrió casi por completo su rostro. Creció y se arqueó hacia delante. Pero murió antes de ser una amenaza para nadie. Todo ocurrió en un par de segundos. Y los suyos encontraron el cadáver. La ira difícilmente podría desaparecer ya.

 

Y sin embargo, pese a lo cuestionable de sus métodos, Brummel demostró tener razón. Eran monstruos. Y no había método cuestionable para proteger a la humanidad de ellos. Manipularon, mintieron, simularon, cazaron. Cayeron más de ellos, entre terribles sufrimientos, pero consiguieron que la propia humanidad se volviese contra Brummel. Y él cazaba monstruos, no seres humanos. Antes de morir, se aseguró de que Valbuena pudiese escapar con lo más valioso para un cazador de monstruos. Su anonimato. Y su voluntad férrea e indómita de llevar a cabo su labor.

 

Años después, Valbuena tiene otra tapadera. Es otra persona. No tiene un pasado que no quiera mostrar. Y tiene un objetivo. También cerca de un valle. También rodeado de aullidos. La cuestión es… ¿Todo monstruo merece la muerte? Si ha aprendido algo con los años y el recuerdo…  Si demuestra ser un monstruo, si. Y él es quien decide si lo demuestran o no.

 

Contacto

Cualquier tipo de contacto que quieras realizar con la asociación envía un correo a: admin@revcc.es

Indicad en el asunto la ambientación o duda.

Información Adicional