Elin no podía pensar en otra cosa. Todas las noches daba vueltas en su cama, buscando algo que anhelaba en exceso. Las hermanas siempre la apoyaban en todo, su criterio era muy tenido en cuenta. La Amazona era muy diestra en su hacer, no estaba a la altura de la Suma Sacerdotisa o de Akara, pero sabía pelear por el bien del resto de las hermanas.
La Hermandad del Ojo Ciego hace poco que vivió una fuerte crisis. La líder tuvo que marcharse ante la inminente caída de Tristán. Ella, junto al príncipe Aidan y un hechicero, se internaron en el laberinto de demonios de donde procedía el mal que acabó con el rey de las tierras de Khanduras. Cuando Cuervo Sangriento volvió, no era la misma de siempre.
Estaba distraída, preocupada y melancólica. No quería hablar de lo que había visto en su interior. Se cerró en una prisión dentro de sí misma y ella se convirtió en su propia agonía. Elin se acercó un día a ella mientras practicaba tiro al blanco dentro del patio del Monasterio de las Arpías. Intentó conversar, animarla, pero comprendía que Cuervo Sangriento sentía un gran pesar en su interior. Entonces ella por iniciativa, le habló:
“Capitana, yo todos los días veintiuno de cada mes durante ya cinco años, espero con mi traje ceremonial en las afueras del monasterio. Desde que el Sol nos saluda con sus primeros brillos hasta que la Luna le toma el relevo para que descanse. En todo ese tiempo, miro hacia el horizonte, buscando encontrar esa figura que algún día llegará, sé que lo hará…”
Elin casi se derrumba, pero intenta mantener la compostura. Cuervo Sangriento se aproxima a ella dejando su arco aun lado, intentando que la muchacha le siga hablando. Elin con lágrimas en los ojos pregunta:
“¿Por qué no vuelve? ¿Acaso no es como debiera? ¿Acaso se ha dado a la mala vida y nos ha deshonrado?”
Ambas se fusionan en un fuerte abrazo. Elin vuelve a ver en la mirada de su Capitana a la de siempre, intentando ayudar a todas las hermanas, preocupándose por cada una de ellas. Pero ese brillo solo dura un segundo, pronto se disipa y baja la cabeza.
“He bajado por un laberinto acompañada de dos desconocidos, no de mis fieles hermanas, por una causa mayor. He descendido hasta las entrañas de la tierra sorteando peligros, sobreviviendo cada minuto a la muerte y contemplando horrores que no os deseo ni mencionar. En lo más profundo de lo que degeneró en una gruta demoníaca, se encontraba el Señor del Terror, al cual nos debimos enfrentar. Nos alzamos con la victoria, pero hubo que hacer sacrificios por el bien mayor, y una parte de mí murió en aquel agujero”. Levanta la mirada y le dice a Elin: “Tu hijo regresará”.
Elin escuchó lo que necesitaba en aquellos días. Cuervo Sangriento, sin embargo, siguió a sus prácticas con la mirada perdida, sin encontrar el remanso de paz que necesitaba.
Al día siguiente, hecha un manojo de nervios, Elin volvió a las afueras del Monasterio de las Arpías, con su traje ceremonial. Con más optimismo comenzó a otear el horizonte. Las hermanas que pasaban, sabiendo su pesar y preocupación del día anterior, le mostraban su apoyo. Elin se lo agradecía con ilusión sin apartar la mirada del horizonte.
Por fin se avistaba algo en el único camino de entrada y no era una mujer. ¡Alguien venía! Intentó mantener la compostura para el ritual del encuentro, pero casi no podía por la emoción. Con los ojos llenos de lágrimas de alegría y exaltada, no pudo evitar dar algunos pasos hacia adelante, con la expectación de discernir cuánto habría cambiado él en el momento que apareciera. ¿Sería alto? ¿Se parecería a su padre? ¿Sería fuerte?
Pero al discernir quien venía por el camino quedó petrificada.
Seis hombres de negra armadura de cuero, embozados sin dejar ver sus rostros, portaban algo alargado a pie. Tenía pinta de que sus caballos se habían quedado atrás y el camino lo realizaban a pie por respeto. Llegaron hasta la altura de Elin y depositaron aquella camilla delante de la Amazona, para descubrir el cuerpo que había en ella.
Elin notó como su alma se encogía, como su corazón casi se paraba y como comenzaba a romperse por dentro su ilusión para ser invadida por la tristeza y la amargura. El que yacía en la camilla podría tener unos 18 años y ella le reconoció al momento, aunque llevara 13 años sin verlo. Sin duda era su hijo.
De esa forma, la madre se reunió con el hijo y el ritual del encuentro, se convirtió en un ritual funerario.